-Siempre se fija en sus nombres y sin embargo nunca los recuerda. -
Se detuvo, bruscamente, como si se hubiera dejado algo en el tintero, o en el último rizo de su cabello. Ese rizo que nunca puede ver, el que más escondido está y más libertad tiene, el que baila tangos con la almohada pensando en (él)
Miró el reloj (que nunca lleva, prefiere imaginarse las horas). En ese momento era algo tarde para Ella.
Pero siguió caminando.
Comenzó, como cada madrugada, contemplando el comportamiento de los mortales, tan dañino para Ella, un ser de otro mundo. Cualquier gesto, palabra o mirada son extraños vagabundos en su planeta.
El silencio ensordecedor de las calles o los gritos ebrios de los mortales se mofaban de su inocencia, de sus fantasmas, le quitaban el aliento y a veces hasta el alma.
Se acercó un muchacho. Algo dejado. Vestía zapatos y jersey claro. Ya se podía prever cierto aire de artista.
- ¿Sientes el penetrante hedor de la Humanidad?
- ¿Cómo es que sientes tú eso? - Ella no daba crédito con aquellas palabras. Parecían salidas de sus entrañas. -
- Lo huelo. Y la verdad es que escucho demasiado a los mortales. Entiende que cuando digo hedor hablo de la crisis de la humanidad. A veces creo que les faltan oídos, y créeme, he intentado hablar con ellos, pero el intento es nefasto. Nunca me ha servido para nada. Excepto para comprenderlos. Y ellos no han sabido de mí. Ni mi nombre. Nunca han preguntado. Ahí es donde quiero llegar.
(…)